domenica 30 ottobre 2011

La política y los negocios


Chile había heredado la misma peste que destruyó al Perú: la riqueza del salitre. Autores como Enrique MacIver, Alejandro Venegas y Luis Emilio Recabarren atribuyen la crisis moral, de comienzos de siglo, a la peste heredada de las provincias arrebatadas a nuestros vecinos del norte. Los diputados y senadores, en su mayoría, eran latifundistas y abogados: confundían su puesto político con los intereses de sus clientes. Por ejemplo, Thomas North poseía un equipo de abogados entre lo más granado de la oligarquía chilena; Julio Zegers y su hijo, Julio II, importantes personajes del bando congresista, tramitaban ante el Estado los diversos juicios que les encomendaba su cliente, el rey del salitre; Enrique MacIver y su hermano David, líderes radicales, formaban parte, también, del staff de North. Posteriormente, se agregaron los conservadores, otrora poderosos a causa de la libertad electoral, personajes como Zorobabel Rodríguez y Carlos Walker, quienes se lucían en foro defendiendo las distintas compañías británicas. Es cierto, como lo sostiene Blakemore, que otras compañías inglesas disputaban el cetro del rey del salitre, como es el caso de la Casa Gebbs, y tenían también abogados poderosos, como el líder Eulogio Altamirano. Posteriormente, defensores exitosos se enriquecieron representando compañías salitreras. Don Arturo Alessandri ganó más de setenta y cinco mil libras esterlinas en juicios contra el Estado, como abogado de la Compañía de Salitres Antofagasta. Rafael Sotomayor, ministro del Interior de Pedro Montt y conocido como culpable de la matanza de Santa María de Iquique, protagonizó un escándalo al conseguir un crédito del Banco de  Chile a favor del famoso salitrero, Matías Granja, cuya empresa estaba a punto de declararse en quiebra; se sabía que Sotomayor, además de abogado de Granja, se iba a convertir en su heredero principal. Esta relación de cohabitación entre salitreros, gobiernos y bancos era considerada lícita en esa época.



La mayoría de los parlamentarios postulaba, con todo cinismo, a las concesiones fiscales de tierras salitreras: estos “dilectos ciudadanos”poseían una mafia de abogados, notarios, tinterillos y geógrafos, entre otros profesionales que, con toda impunidad, cambiaban los deslindes de las estacas concedidas hacia los lugares de vetas más ricas. Los gobernadores, todos nombrados por los corrompidos partidos de la república parlamentaria, siempre arbitraban a favor de los empresarios del salitre: el militarista Gonzalo Bulnes, autor de un libro sobre la guerra del Pacífico, defendió siempre el monopolio de North sobre las aguas de Iquique; el senador Arturo del Río era un verdadero gamonal en la provincia de Tarapacá y su reino fue puesto en cuestión por Arturo Alessandri, nominado como candidato de la alianza liberal. Era tanta la seguridad y soberbia de Arturo Del Río que amenazó a Alessandri con hundirlo en la bahía de Iquique. El León de Tarapacá no lo hacía mal en cuanto a corrupción: su gobierno fue dominado por un grupo de amigos llamados la “execrable camarilla”. Mi abuelo, Rafael Luis Gumucio, por esos tiempos líder del partido conservador y furibundo enemigo del presidente, se encontró un día con Alessandri, ya en el poder, quien lo imprecó diciéndole que sus enemigos habían llegado a tal grado de insidia acusándolo de ladrón; y el dirigente conservador le respondió que no se preocupara, pues a él, que era cojo de nacimiento, le decían el cojo. En la decadencia de la república parlamentaria los militares que proponían limpiar la política aplicándole un purgante llamado termocauterio, difundieron una lista de parlamentarios que sobornaban a los funcionarios. El poeta Vicente Huidobro, en su corto paso por la política, se ganó una paliza al acusar a algunos políticos de coimeros. Los malpensados sostienen que los golpes recibidos lo llevaron a la muerte. Los estudiantes anarquistas, de la FECH, publicaban en la revista Acción, los latrocinios de los políticos.



Las tierras australes y de la Araucanía no se salvaron de la codicia de los políticos: se repartían a manos llenas terrenos que antes habían pertenecido a los indígenas. Como se puede ver, el caso actual de Sebastián Piñera y los huilliches no es ninguna novedad. Los bancos fueron siempre una fuente inagotable de escándalos: prestaban dinero a los gobiernos de turno que, a su vez, los salvaban cuando los bancos quebraban. Por lo demás, estas instituciones financieras podían imprimir billetes a su gusto, pues no existía la conversión metálica, provocando, obviamente, la inflación, que perjudicaba a los más pobres. El presidente Balmaceda, que había tenido una pésima experiencia con los bancos, intentó crear en su gobierno un banco del Estado, pero la guerra civil lo hizo imposible. Senadores y diputados eran directores de la banca privada, por consiguiente, los intereses del Presidente de la República y los de los bancos eran los mismos. Germán Riesco, ex presidente de Chile, intentó salvar de la quiebra a un banco con la ayuda del Estado pero, en este caso, el “rey holgazán”, Ramón Barros Luco, demostró dignidad al negarse a colaborar con él.



El Mop-Gate tampoco es una novedad: en la república parlamentaria se formó un sindicato de Obras Públicas, cuyo objetivo era postular a las concesiones fiscales; su directorio era elegido por la mayoría de los socios del aristocrático Club de la Unión. En 1920, fueron directores del Sindicato nada menos que el hermano de Arturo Alessandri, José Pedro y su rival, Luis Barros Borgoño. No es extraño que, con tan poderosos padrinos, el sindicato ganara la concesión del ferrocarril de Arica-La Paz.



Al igual que el caso coimas, existieron escándalos de menor calado económico pero de más baja estofa. Producto de la crisis del salitre, miles de obreros cesantes llegaron a Santiago, y no tenían donde alojarse y debían comer en ollas comunes. El gobierno de Alessandri construyó una serie de albergues para domiciliar a los obreros, cuyo director, Bernardo Gómez, era un seguidor de voto del presidente. Un día, el ministro Tocornal inspeccionó los albergues contando a sus pensionados uno por uno y descubrió que sumaban mil seiscientos noventa y cuatro, y la dirección cobraba al fisco por cuatro mil quinientos once albergados. Las cifras no cuadraban. A su vez, la investigación permitió conocer una serie de boletas abultadas, que se entregaban a los proveedores.



La oligarquía plutocrática despreciaba el trabajo manual, tenía muy poco interés por la industria y el buen tono exigía no trabajar: para mantener el dispendioso tren de vida se hacía necesario especular en la bolsa de comercio. Un presidente, como Juan Luis Sanfuentes, era un verdadero genio de la especulación financiera. En 1904 se produjo, en Santiago, un verdadero éxito explosivo de la bolsa de comercio: se crearon una serie de compañías chilenas y bolivianas que no existían en la realidad. En pocas horas, los tenedores de estas acciones se convertían en millonarios. El escritor Luis Orrego Luco, en su novela La casa grande, pretende mostrar el auge y decadencia de la oligarquía que vive de la explotación. El personaje principal de la novela, Ángel Heredia, se convierte en millonario con unas acciones bolivianas falsas: en 1906 la burbuja explota y los nuevos millonarios devienen en miserables. El matrimonio de Ángel Heredia y Gabriela Sandoval se destruye producto de la vida ostentosa por sobre sus ingresos que ambos se permitían. Orrego Luco, al igual que Joaquín Edwards Bello con El Inútil, fueron despreciados por su clase social a causa de la pintura realista que hacían de la decadencia de la oligarquía. Julio Valdes Cange describe: “Al especulador audaz que saliendo mendicante para la región  del caliche, vuelve millonario, porque supo embrollarle al Estado unas cuantas estacas salitreras, se cree digno de aplauso y consideración; y así piensan también los altos funcionarios, magistrados y miembros selectos de la sociedad de Santiago, que corren presurosos a sus banquetes y sus bailes a rendir parias al ídolo dinero (cit. por Gazmuri: 146).


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