domenica 30 ottobre 2011

Una larga historia de defraudación


La existencia de elecciones periódicas no es una característica exclusiva de los regímenes democráticos: en las dictaduras también se realizan apariencias de elecciones que, en el colmo de la desfachatez, terminan dando una votación de cien por cien al tirano de turno. En el Chile del régimen portaliano, no existía la democracia: el voto era censitario, es decir, sufragaban aquellos que tuvieran, al mínimo, un bien raíz; las inscripciones electorales eran controladas por los gobernadores y, en general, los gobiernos déspotas ilustrados del período portaliano lograban la mayoría absoluta de los electores presidenciales. En ese tiempo las elecciones eran indirectas, como sucede actualmente en Estados Unidos. Por ejemplo, Joaquín Prieto, el primer gobernante de los decenios, acaparó la totalidad de los doscientos electores; Manuel Bulnes sólo tuvo veintinueve votantes disidentes, logrando más de doscientos representantes a su favor. La república liberal, que si bien realizó grandes cambios políticos, como la limitación del período presidencial y la presunción de posesión de bienes raíces que amplió el sufragio a todos los varones mayores de veintiún años, continuó con la práctica del poder hereditario, en el sentido de que cada presidente designaba a su sucesor. Así, Errázuriz Zañartu pasó el poder al candidato oficial, Aníbal Pinto, y éste a Domingo Santa María, quien a su vez impuso a José Manuel Balmaceda. En cada una de estas elecciones nada pudieron hacer sus rivales: José Tomás Urmeneta logra, apenas, cincuenta y ocho electores contra doscientos veintiuno de Errázuriz. El carismático intendente de Santiago, Benjamín Vicuña Mackena, apoyado por los conservadores, es derrotado por Pinto. El limitado general Manuel Baquedano, a pesar de haber triunfado en la Guerra del Pacífico, es fácilmente vencido por Domingo Santa María. Por último, el radical y masón, Francisco Vergara, se ve obligado a retirarse ante el poder de la intervención oficial, que se pronuncia por José Manuel Balmaceda.



En el senado, los partidos de gobierno, pelucones y posteriormente liberales, mantienen la totalidad de las bancas hasta el año 1876, año en que para conservar las apariencias, los presidentes liberales permiten uno o dos senadores del partido opositor, en este caso, el clerical partido conservador. Sólo en la cámara, en el período liberal, podemos encontrar una minoría significativa de opositores.



El sistema electoral, estaba restringido numéricamente, lleno de limitaciones en el ejercicio del sufragio: estaba vedado a la mujer, a los sirvientes domésticos, a los analfabetos que -en ese tiempo- correspondían a más del ochenta por ciento de la población, y en el período de los decenios a quienes no poseían bienes raíces. Estaba dominado por los gobernadores, nombrados directamente por el presidente de la república, que controlaban las inscripciones y las mesas receptoras del sufragio. Para la oposición era imposible lograr un cargo parlamentario sin la aquiescencia del Presidente de la República. Abdón Cifuentes, líder conservador, ingenuamente le preguntó al presidente Federico Errázuriz que cuándo habría elecciones libres y la respuesta no se hizo esperar: cínicamente, don Federico le contestó que nunca, lo cual equivalía a que jamás los presidentes liberales iban a permitir la libertad electoral. Con la misma franqueza, el más interventor de los presidentes, Domingo Santa María, le escribía al redactor de su biografía diciendo: “Entiendo el ejercicio del poder como una voluntad fuerte, directora, creadora del orden y de los deberes de la ciudadanía. Esta ciudadanía tiene mucho de inconsciente todavía y es necesario dirigirla a palos. Entregar las urnas al rotaje y a la canalla, a las pasiones insanas de los partidos, con el sufragio universal encima, es el suicidio del gobernante y no me suicidaré por una quimera. Veo bien y me impondré para gobernar con lo mejor y apoyaré cuanta ley liberal se presente para preparar el terreno de una futura democracia. Oiga bien: futura democracia. Se me ha llamado interventor. Lo soy. Pertenezco a la vieja escuela, y si participo de la intervención es porque quiero un parlamento eficiente, disciplinado, que colabore con el bien público” (Góngora 1986: 59).



Estas confesiones del presidente Santa María constituyen una pieza clásica de la concepción liberal, heredada del despotismo ilustrado español: el poder pertenece por derecho divino a una clase aristocrática, emparentados entre ellos, que por medio de la intervención se traspasan el trono presidencial y, por consiguiente, el legislativo, el judicial y los cargos públicos. Nada de rotaje, calificado como la canalla. Los partidos estaban al servicio del todopoderoso presidente. La democracia vendrá después, algo así como el famoso “después de mí, el diluvio”, de Luis XIV. Por hoy, hay que aplicar palos y bizcochuelos, como diría Portales.



El fin del intervensionismo presidencial se gestará en un trágico escenario: la guerra civil de 1891 y el suicidio del presidente José Manuel Balmaceda. Las interpretaciones historiográficas de este período son múltiples. Francisco Encina recurre a la sicología para sostener que, en el trasfondo de esta tragedia, hay un conflicto de personalidades entre los secos y mercantiles vascos y el imaginativo, versátil y meridional Balmaceda. Para Alberto Edwards, la guerra civil es el fin de lo que él llama “el estado en forma” y que nada podía evitar este derrumbe. En los años cincuenta, historiadores marxistas como Julio César Jovet, Hernán Ramírez Necochea y Luis Vitales, entre otros, exploran una nueva faceta del conflicto entre Balmaceda y el Congreso, exaltando la labor del presidente mártir como un defensor de las riquezas del salitre, explotado por los ingleses, y como un gran realizador que emprendió un vasto programa en obras públicas, extensión de la educación, industrialización del país y nacionalización de las finanzas y los bancos, entre otras de las obras de su gobierno. Balmaceda, según Ramírez, tuvo que luchar contra la alianza de banqueros, latifundistas y empresarios, que eran aliados y servidores del capitalismo inglés, en especial, del rey del salitre, John Thomas North, en pos de un desarrollo independiente del país. Por consiguiente, no se puede llamar revolución de 1891, sino una contrarrevolución dirigida por la burguesía plutocrática.



Thomas North era un especulador, dotado de gran capacidad histriónica. Se le llamaba, pomposamente, “el rey del salitre”. Quiso hacer de su vida una verdadera novela: le gustaba recalcar sus comienzos humildes como maquinista en Carrizal, y la inteligencia y astucia demostrada al comprar, a un precio irrisorio, los bonos de las oficinas salitreras del gobierno de Perú. Como le gustaba presentarse fanfarronamente como un triunfador, decía que había prestado apoyo a los chilenos, en la Guerra del Pacífico, pues estaba seguro de su triunfo. North, descubriendo la importancia del agua en la provincia de Tarapacá, se las arregló para desprestigiar a sus rivales, que tenían concesiones del gobierno chileno, comprando los derechos del oasis de Pica, a ínfimo precio, a la viuda de uno de los concesionarios. El agua de North, además de cara, era putrefacta. A su vez, con la ganancia de los bonos se apropió de las mejores oficinas salitreras. Compró al peruano Montero las líneas de tren  que comunicaban a Iquique con Pisagua, adquiriendo el monopolio del transporte. Instaló, además, un banco en Iquique, y una compañía de abastecimiento. North no sólo poseía salitre: era dueño de minas de carbón y de otras explotaciones en Europa. Como tenía un gran sentido de la escena, le gustaba alardear con grandes fiestas y obras de caridad en su ciudad natal, incluso, aspiraba a ser miembro de la Cámara de los Comunes. Los inversionistas lo seguían como a un verdadero mago de las finanzas. Sin ninguna vergüenza, construyó un fondo para comprarse a periodistas y políticos que tuvieran influencia en el gobierno chileno; su viaje a Chile, en 1889, fue fastuoso repartiendo dádivas por doquier, a las cuales no escapó el presidente Balmaceda, a quien obsequió un caballo de carrera, donado luego por el presidente a la Quinta Normal. North lograba engañar a los inversionistas basándose en su fama de genio de los negocios: cuando el precio de las acciones del salitre bajaban, vendía sus acciones dejando a los incautos compradores en la estacada. Cuando murió, el especulador rey del salitre no tenía ninguna acción de sus antiguas compañías.



Balmaceda enfrentó a North en su viaje a Iquique, en 1889, denunciando la verdadera factoría inglesa, perteneciente a este famoso especulador, manifestando que su ideal era que los ferrocarriles pertenecieran a Chile; incluso, sin abandonar el liberalismo económico en boga, animaba a capitalistas chilenos a invertir en las salitreras. El historiador Hernán Ramírez demuestra la relación corrupta entre políticos y abogados, no sólo al servicio de North, sino también de la casa Gibbs.



La explicación economicista y monocausal de Hernán Ramírez ha sido puesta en cuestión por el historiador inglés Harold Blakemore que, en su libro Gobierno chileno y salitre inglés, refuta la tesis del historiador marxista sosteniendo que, salvo en el caso del ferrocarril salitrero, Balmaceda no tenía una clara política nacionalizadora y que su imagen se debía a una mitología construida después de su heroica muerte, construida por ex presidentes contrarios a la oligarquía, como el dictador Ibáñez del Campo, quien recibió la banda de manos de Enrique Balmaceda, hijo del presidente mártir. Posteriormente,  gobiernos avanzados y nacionalizadores, como los de Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende, se sintieron interpretados por los ideales de Balmaceda.



Para el historiador inglés Blakemore, existían en Chile, en esa época, importantes conflictos de hegemonía entre las empresas británicas, por ejemplo, los intereses de North respecto al monopolio de los ferrocarriles salitreros eran puestos en cuestión por la poderosa casa Gibbs, y ambas presionaban al gobierno chileno para obtener la concesión de los mismos. Por lo demás, diarios como El Ferrocarril y El Mercurio no pocas veces denunciaban, también, el carácter monopólico del enclave inglés. La documentada versión de Blakemore ha servido a historiadores conservadores, como Gonzalo Vial, para refutar la visión marxista de  Hernán Ramírez y Julio César  Jobet.



Con razón, Marco García de la Huerta critica la reduccionista visión monocausal de la guerra civil de 1891. Hay elementos importantes en el plano cultural, que no podemos dejar de lado, como la penetración del modernismo en la literatura, con base en el aporte de Pedro Balmaceda junto a su amigo, el poeta nicaragüense Rubén Darío. Es preciso considerar que la casi totalidad de los partidos políticos  y de la aristocracia estuvieron en el bando del Congreso y veían a  José Manuel Balmaceda como un tirano, que había ascendido al poder a los siúticos, aquel sector social de arribistas resentidos que quieren escalar imitando a la aristocracia. No faltaron las ocasiones en que los “jovencitos bien” pifiaran al ministro de Balmaceda, Bañados Espinoza, en el Club Hípico, gritando: “afuera los siúticos”, con lo cual se podía presagiar el nacimiento de un conflicto de castas. Está claro que la hipótesis del apoyo popular a Balmaceda, en la guerra civil, no tiene ninguna sustentación: para los pobres, obreros y campesinos, este era un conflicto de futres, en el cual ellos eran sólo carne de cañón. Por lo demás, Balmaceda se distanció del movimiento popular al aplicar la represión en las huelgas de 1890; el único partido popular que existió en esa época se dividió en dos sectores: uno dirigido por Malaquías Concha, que apoyó al presidente, y el otro, por Antonio Poumpin, que apoyó a los congresistas, y murió junto a los pijes, en la matanza de Lo Cañas. Los curas y las mujeres, en su mayoría, estuvieron a favor de los congresistas, incluso, el manifiesto del Congreso fue transportado en el refajo de una dama. El historiador Fidel Araneda prueba documentalmente los odiosos discursos de los sacerdotes contra la familia Balmaceda e, incluso, el orador sagrado, Ramón Ángel Jara, en una célebre pieza oratoria, envía a los infiernos al suicida presidente.



El triunfo de los congresistas permitió el cambio de la llamada intervención presidencial a la libertad electoral. El régimen seudo parlamentario que, a diferencia de sus congéneres europeos, no permitía la disolución del Congreso por parte del presidente de la República, fue más bien un régimen plutocrático dominado por partidos políticos anarquizados. Los primeros mandatarios eran estafermos, carentes de todo poder, una especie de “reinas de Inglaterra sin corona”. Por ejemplo, Jorge Montt era un almirante de una Armada chilena que, ostentosamente,  pretendía imitar a la británica. Según sus contemporáneos, carecía de toda capacidad política. En su gobierno las dos combinaciones de partidos, la alianza que incluía a los radicales, y la coalición a los conservadores, producto de un resabio de la lucha teológica, se repartían los gabinetes. Federico Errázuriz Echaurren, un latifundista macuco, pretendió manejar, basándose en su habilidad, a los partidos omnipotentes, fracasando rotundamente. Germán Riesco, un abogado cuyo gobierno fue dominado por los políticos y la corrupción, terminó siendo vilipendiado por aquellos que él mismo había exaltado. Pedro Montt prometió un resurgimiento y su gobierno fue un completo fiasco; el presidente de mala suerte según el escritor Joaquín  Edwards Bello, terminó su gobierno con la matanza de Santa María de Iquique. El gobierno de Ramón Barros Luco fue un interludio cómico, pleno de humor y carente de realizaciones. Juan Luis Sanfuentes, el ex balmacedista, jugador de la bolsa y las manipulaciones políticas, terminó por conducir a la derrota el reinado feliz de la oligarquía.



La aristocracia chilena, convertida otrora en una burguesía plutocrática, se caracterizaba por su desprecio a los siúticos y los rotos; su modo de vida estaba centrado en el ocio y el desprecio a toda labor productiva: la mejor manera de mantener el status era la especulación en la bolsa y la explotación de sus extensas propiedades agrarias. Sus costumbres eran imitaciones de las de la burguesía francesa. Carlos Vicuña Fuentes llamaba a esta aristocracia “la tribu de Judá”, que despreciaba a los arribistas como Eliodoro Yánez: “Ahí están en los salones del Club de la Unión los Errázuriz, numerosos y tercos, los Ovalles, campanudos, los austeros y secos Valdeses, los elegantes Del Río, los Lyons, agusanados y huecos, los Amunáteguis, acomodaticios y fofos, los testarudos y codiciosos Echeñiques, los variados Figueroas, los vacíos y solemnes Tocornales, y tantos y tantos otros” (Vicuña Fuentes 2002: 86).



Los diputados oligarcas habían llegado al máximo del desprestigio: leemos en el diario El Ferrocarril un resumen de la sesión de la  cámara de diputados: “Algunos diputados duermen, dando ruidosos ronquidos; otros llaman sin cesar a los oficiales de la sala, pidiéndoles whisky con soda, jerez con apollinaires, coñac con Panimávida. Las interrupciones se cambian a cada instante entre los que se conservan despiertos. Algunos ríen a carcajadas por cualquier motivo. De repente, llegan tres diputados a la sala, haciendo curvas y equis con lamentable dificultad.



Un joven  diputado monttino... medio se incorpora y con voz indecisa exclama: vaya a contarle a su abuela. Otros apuran sus vasos y... se injurian con incomprensible crudeza, pero reconociéndose dispuestos a no molestarse.... No hay que enojarse compadre.

         

Nadie oye a nadie... A intervalos salen unos en dirección del comedor, y en la sala de sesiones se sienten estampidos de los corchos de las botellas de champaña. Parece por momentos que hubiera fuego graneado. Las salas llenas de humo que despiden los cigarros puros. El ambiente impregnado de vapores alcohólicos. Los diputados, en orden disperso. Aquel tiene los pies sobre la mesa. Ese otro ronca estrepitosamente. Este, con el chaleco abierto sin corbata, parece que lo acaban de fusilar... Más que sesión parece una merienda de negros. Uno de los oradores se saca el cuello de la camisa y los puños. Los colegas aplauden la operación” (Vial,  tomo  II 1987: 613)



El régimen electoral de la República Parlamentaria suponía que las clases inferiores estaban constituidas por carneros, a los cuales había que comprar por medio del cohecho. Según un profesor de derecho constitucional, el cohecho era un justo correctivo del peligroso sufragio universal. ¿ Cómo iba a tener el mismo valor el voto de un “roto” que el de un aristócrata? Según mi abuelo, Manuel Rivas Vicuña, el régimen electoral estaba completamente podrido, la elección no dependía de los ciudadanos, sino de las mayorías en las municipalidades y en la junta receptora de sufragios. (Rivas Vicuña 1934: 12-13). Las senadurías costaban algunos millones de pesos y no pocas veces grandes líderes de partidos, como Abdón Cifuentes, debieron declinar su candidatura por carecer de dinero. Los cargos parlamentarios eran como las condecoraciones para aquellos más diablos de la burguesía plutocrática.



El famoso sistema binominal no fue una invención de los constituyentes pinochetistas: lo tomaron de una propuesta del más antidemocrático de los diputados, el historiador Alberto Edwards. En la ley electoral de 1912 se proponía una repartición que dividía al país en una serie de pequeños distritos, en cada uno se elegía a dos diputados y dos senadores; esto garantizaba que con un 33% la minoría aseguraba el mismo número de asientos que el que obtenía la mayoría (Rivas Vicuña 1964:245-246).



Como los candidatos imprimían el voto, existía la papeleta bruja en que iba marcada la preferencia desde la secretaría del candidato; en las sedes políticas se encerraba a los “carneros”, se les daba un vaso de vino y una empanada, y se les entregaba una mitad de un billete o de un zapato prometiéndoles el resto cuando ganara el candidato. Se contrataba a un matón que golpeara al primer elector de la fila, con el fin de asustar al resto; no pocas veces los muertos eran suplantados o los partidos inventaban o subvencionaban a los mayores contribuyentes. Federico Errázuriz era el niño astuto de la burguesía plutocrática: en la elección presidencial, en la cual terminó empatado con Vicente Reyes, quien era llamado el padre moral de la República, y que en su ingenuidad no estaba dispuesto a conquistar ningún voto demagógicamente, incluso, no salió de su casa durante toda la campaña,  Federico Errázuriz no dudó en comprarse a los dos electores (Peña y Güemes) que le faltaban para obligar la decisión del Congreso sobre el empate, el cual estaba dominado por los familiares de don Federico, quienes carentes de toda ética, a pesar de los reclamos, eligieron a su pariente.



El cinismo político dominaba el período parlamentario tal como en la actualidad. Los antiguos seguidores del ex presidente Balmaceda, convertidos en los peores oportunistas decían:  “El país quiere ser rico a toda costa, y todos queremos serlo (...) El país quiere hombres nuevos y emprendedores, hombres en quienes no sobrecoja ningún pánico en el mercado y que sean capaces de lanzar la patria por los caminos que llevan a la prosperidad y a la riqueza (...) ¡Qué importa que nuestro candidato no haya pronunciado estrepitosos discursos en el senado, cuando no es esto lo que necesitamos. ¿De qué nos servirían hoy Andrés Bello, Mariano Egaña, Manuel Montt, Antonio Varas, García Reyes, Tocornal, Arteaga Alemparte, Santa María y nuestro mismo Balmaceda?” (Góngora, 1986: 85).



A tanto llegaba el cohecho que Marcial Martínez propuso, cínicamente, en 1904, que el Estado comprase a los parlamentarios, lo que evitaría el cohecho privado, economizando plata para el erario nacional; si aquello no resultara, el Estado podría coimear a los electores, algo así como si se decretara la libre venta de las drogas para evitar el negocio de los narcotraficantes.



Este retrato del oportunista, maquinero y especulador Juan Luis Sanfuentes podría ser útil a cualquiera de los lobbistas y candidatos en la actualidad. Qué importan los Allendes y los Frei Montalvas, lo que importa es hacerse ricos y en el menor tiempo posible, ojalá sin trabajar. La desfachatez de la burguesía plutocrática llegaba a tal grado que el balmacedista Enrique Zañartu Prieto afichaba el siguiente anuncio: “¡Atención!, ¡Atención! El mayor de los regalos nunca vistos en Chile. Una vaca lechera con cría al pie, de toro fino. Además de la gratificación que se repartirá a todos los electores que voten por el Señor Zañartu, se le dará un boleto para tener derecho a entrar en la rifa de una vaca lechera que se tirará inmediatamente después de la elección, al que le toque el número premiado puede llevársela en el acto” (cit. por Portales 2004:141). Como los liberales democráticos habían traicionado los ideales de Balmaceda transformándose en un partido político más del parlamentarismo, ya no tenían ningún asco en asaltar la administración pública e imponerse en las provincias, sobre la base de caudillos que utilizaban matones para aterrar a sus rivales; el más conocido de estos gamonales fue el senador Del Río, el dueño de Punta Lobos, en la provincia de Tarapacá, quien fuera derrotado por Arturo Alessandri Palma.



Los propios parlamentarios calificaban los poderes de los elegidos, prestándose para las más increíbles transacciones: cuando a la oligarquía no le gustaba un representante popular, como Luis Emilio Recabaren, declaraba nula su elección. Los debates en las Cámaras eran interminables a causa de que en nombre de la libertad de opinión, la discusión de un proyecto de ley no podía cerrarse antes que hubiera intervenido el último parlamentario que quisiera hacer uso de la palabra. Estas estrategias fueron usadas por los conservadores para evitar leyes que perjudicaran los intereses de la iglesia. Por la oposición de los clericales no se pudo aprobar, hasta 1920, la ley de enseñanza primaria, obligatoria y gratuita. Hubo diputados que se hicieron famosos por tener la habilidad de hablar noches enteras en estas verdaderas maratones parlamentarias.

           

Como hoy, los partidos políticos no tenían ninguna doctrina, la agrupación mayoritaria era el partido liberal, una verdadera cooperativa de caudillos. Un sector liderado por Fernando Lazcano, el verdadero padre político de Manuel Rivas Vicuña y Arturo Alessandri, era partidario de la alianza con los conservadores. Como los chilenos siempre han confundido el silencio con la inteligencia, don Fernando Lazcano nunca opinó sobre ningún tema que pudiera ofender a alguien. Irónicamente, un memorialista decía que se ha recopilado un solo discurso donde el patricio hablaba sobre la pena de muerte: “como la muerte no tiene partido no había riesgo de perder prosélitos”. El partido nacional monttvarista se había convertido en la guarida de los banqueros y millonarios, sus líderes, Agustín Edwards y Pedro Montt, generalmente se aliaban al liberalismo. El partido liberal democrático sólo se interesaba en copar los puestos públicos, como su símil, el socialismo chileno actual, los ideales de los presidentes mártires, José Manuel Balmaceda y Salvador Allende, sólo servían para adornar sus falsos discursos. El partido radical estaba dominado por los comilones del Estado docente, sólo por momentos aparecía en algún congreso el debate ideológico entre el liberalismo de Enrique MacIver y el socialismo de cátedra de Valentín Letelier. El partido demócrata, que representaba los intereses de las clases bajas, también se había transformado en una agencia de empleo: si bien los gobiernos del régimen parlamentario se resistían a nombrar a los demócratas en los ministerios, a partir de 1915 Angel Guarello ocupó -por primera vez- una cartera ministerial. A partir de entonces, los demócratas, sin ningún asco, formaban parte indistintamente de gobiernos con los católicos conservadores y con los agnósticos radicales, “con Dios y con el diablo”.



El ideal de la burguesía chilena frente a tanta elección empatada, era la conformación de un tribunal de honor, compuesto por hombres buenos, que resolvieran los conflictos electorales entre caballeros pertenecientes a una misma casta. Como Arturo Alessandri contaba con el apoyo de las capas medias y del ejército, los oligarcas no se atrevieron a hacer elegir por el Congreso Pleno a su rival, el “pavo real” Barros Borgoño. Bastó que los diputados electrolíticos, liberales disidentes dirigidos por Manuel Rivas Vicuña, amenazaran con no asistir al Congreso, para que impusieran su idea de un tribunal de honor. La muerte dramática repentina de Fernando Lazcano, presidente del senado, posibilitó el triunfo de Alessandri Palma y su proclamación por el tribunal de honor. El León de Tarapacá no tuvo empacho en aplicar la intervención electoral para conseguir un parlamento favorable, en 1924, cuando arreciaba el conflicto con la “canalla dorada”, la derecha liberal y conservadora. Aun en el régimen presidencial, la oligarquía, aterrada ante el avance de los militares y de las capas medias, busca formas de mantener una aparente alianza con un candidato de consenso, como el superficial y holgazán Emiliano Figueroa quien, en 1927, triunfó sobre el doctor José Santos Salas, apoyado por los sectores populares.



En la dictadura de Carlos Ibáñez la burla a la soberanía popular es total: el coronel logra triunfar, en las elecciones de 1927, con el cien por ciento de los votos, aplicando leyes extraordinarias y exiliando a muchos de sus enemigos políticos, entre ellos el presidente de la Cámara de Diputados, Rafael Luis Gumucio, el ex ministro del Interior, Manuel Rivas Vicuña, el magistrado de la Corte Suprema, Horacio Hevia, el escritor Carlos Vicuña Fuentes, y tantos otros. Basado en una trampa legal que permitía la elección de un diputado o un Senador cuando no existía un rival inscrito como candidato, cita a los presidentes de partido para elegir un Congreso sin que medie una consulta popular: llamado el Congreso termal, pues fue construido a su medida en una de las tantas estadías vacacionales del dictador en las termas de Chillán. El espurio parlamento se mantuvo durante el gobierno de Juan Esteban Montero y fue cerrado por la República socialista de Marmaduke Grove y Eugenio Matte.



La derecha continuaba utilizando el cohecho en 1938, en una elección decisiva donde luchaban por el poder el Frente Popular, encabezado por el radical Pedro Aguirre Cerda y la derecha con su candidato, el ex ministro de Hacienda de Alessandri, Gustavo Ross Santa María. La Matanza del Seguro Obrero, que llevó a la renuncia de la candidatura de Carlos Ibáñez, posibilitó el triunfo del Frente Popular, encabezado por Pedro Aguirre Cerda. En las elecciones de 1938 se organizaban las brigadas contra el cohecho, sin embargo, esta práctica corrupta no terminaba hasta que, a finales del segundo gobierno de Ibáñez, en 1958, se organizó una alianza de partidos compuesta por los Radicales Falangistas y Socialistas, llamada el Bloque de saneamiento democrático que, en su programa, incluía, además de la derogación de la ley de defensa de la democracia, que excluía a los comunistas de los registros electorales, una ley que proponía la existencia de una cédula única a utilizar en los eventos electorales. Con esta legislación, se ponía fin al cohecho.



La derecha, sin embargo, logró, en la primera elección bajo el sistema de la cédula única, triunfar con el empresario Jorge Alessandri Rodríguez. Después, en 1964, en una elección extraordinaria, en el clásico riñón del latifundio, la ciudad de Curicó, inesperadamente triunfó el candidato socialista Oscar Naranjo, contra un demócrata cristiano, Fuenzalida, y un derechista, Ramírez. Este verdadero terremoto político le significó a Allende la derrota, y a Frei Montalva el apoyo, a la fuerza, de una derecha aterrada por el posible advenimiento del comunismo. Ellos mismos se habían creído su propia campaña del terror. En los años sesenta y setenta, el universo electoral crecía en forma explosiva: sendas reformas de la ley permitían el voto a los analfabetos, a los mayores de 18 años, además del sufragio femenino, logrado en 1948. Este nuevo cuerpo electoral, el más amplio de nuestra historia, hizo posible en 1970 el inesperado triunfo de la Unidad Popular.



Durante la dictadura se realizaron dos plebiscitos fraudulentos, sin registros electorales y con estado de sitio: el primero para rechazar las condenaciones de la ONU a la dictadura y, el segundo, para ratificar la ilegal Constitución de 1980. Los fraudes electorales fueron múltiples y desvergonzados,  por ejemplo, en algunas comunas los votantes superaron al número de habitantes; se les cortaba a los sufragantes parte de su carné de identidad con el fin de demostrarles que estaban controlados; en la mesa sus componentes eran connotados seguidores del tirano. Sólo en el plebiscito  de 1998, con el No, se pudo vencer a la dictadura sobre la base del control ciudadano de las mesas receptoras y la supervisión internacional.



En la actualidad, si bien no existe el cohecho, el sistema binominal elimina a una franja importante del electorado que no está de acuerdo con el “transar sin parar”, parodiando al historiador Jocelyn-Holt. Por lo demás, este sistema favorece a la minoría derechista, que con sólo un tercio de los votos logra tener la mitad del senado y empatar en la cámara de diputados. Si agregamos el carácter transaccional de la Concertación (coalición gobernante), la mayoría de las leyes son el resultado de acuerdos espurios entre la derecha y la izquierda. La elección de senadores es una verdadera burla a la soberanía popular: desde ya los mismos senadores están elegidos mucho antes que el pueblo participe de los comicios. A veces, hay disputas entre personalismos, como las de Andrés Zaldívar y Guido Girardi, en Santiago poniente, o la de Alejandro Navarro y José Antonio Viera Gallo, en Concepción, o Isabel Allende y Adriana Muñoz, en la IV Región. Pura ingeniería política, ningún proyecto, ninguna idea, ningún sueño. Son combates caballerescos entre senadores vitalicios que, incluso, no saben perder. Es la misma plutocracia, quien no tiene dinero -ahora millones de dólares- difícilmente puede ser candidato. El divorcio entre la ética y política es total, y con mucha razón los jóvenes se niegan a inscribirse en los registros electorales, mostrándose descantados de tanta miseria de los viejos y nuevos ricos de la Concertación.          

 


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